Los medios impresos afrontan, una década después de cuando quizás tendrían que haber comenzado a planteárselo más que caer en el error de mirar hacia otro lado, una transición hacia la digitalización periodística de sus redacciones. Y lo hacen preguntándose por qué abordar antes, el huevo o la gallina; o, lo que es lo mismo, a qué atienden con prioridad: a la edición en papel o a la digital; o si hacen piezas adhoc para una y para otra versión de las informaciones; para esos dos ritmos de vigencia que brinda la actualidad servida pensando en una audiencia móvil o la que se proyecta todavía a los que, aún teniendo móvil, conservan el hábito secular de leer el periódico con su desayuno continental.
En paralelo, la sociedad sí se ha transformado, y desde mucho antes. Por lo menos, lo ha hecho progresivamente y con una década de adelanto sobre las maquinarias mostrencas que ahora se plantean cómo recuperar el aliento perdido. Porque la empresa informativa tradicional ha querido ver una amenaza en las nuevas herramientas de comunicación que ha utilizado la sociedad desde la universalización del Smartphone. Ha preferido en la última década, coincidiendo con el nacimiento de Twitter, de Instagram, de Snapchat, de Pinterest, de Youtube o de la consolidación de la figura del bloguero, proyectar la falsa creencia de que todo este entramado pertenecía a una moda pasajera, o que no respondía a los criterios profesionales que se le presuponen al medio tradicional, o que las redes sociales sólo han sido cauces para el desprestigio de la figura del periodista; o que los blogs han sido plataformas de comunicación baratas sin la creencia del periódico tradicional.
Un camino renegón al que ahora se enfrentan por obligación. El tiempo les ha quitado la razón. Las audiencias a las que dirigen sus noticias están más que familiarizadas con las nuevas plataformas y conviven con ellas. Por lo que, si esos lectores saben “latín”, a los periódicos nos les queda más remedio que proyectar el “latín” en los formatos, bajo la nueva inmediatez, en contexto al tiempo que toca vivir y con la cualificación actualizada de los profesionales que desempeñan brillantemente el ejercicio de la profesión periodística en sus redacciones. Porque, que a nadie se le escape, los plumillas y el resto de profesionales que componen el elenco de trabajadores de un medio tradicional, no son los culpables –como mucho en casos aislados alentados por el corporativismo-, sino más bien cómplices necesarios de la empresa informativa para la que trabajan.
Adentrados ya, pues, en el proceso de digitalización de los periódicos. ¿Quién tiene preferencia, la redacción “del digital” o la redacción “del papel”? ¿Cómo se consigue aunar el trabajo del profesional sin que tenga que trabajar doble? ¿Cuántas noticias tienen “cuerpo” para alimentar la edición del diferido o la del día después? ¿No es hora de pensar sólo en digital, en la inmediatez, en la convivencia con las herramientas sociales asumidas por el imaginario colectivo? ¿No ha llegado el momento de que el papel recoja la reflexión, el reportaje, la profundidad o el contexto histórico como antes nunca lo había practicado, en exclusiva? ¿No es importante que el periodista tenga nociones de marketing digital para conectar mejor con su audiencia lectora?
El proceso, que tendría que haber comenzado en paralelo casi al practicado por los early adopters en la primera década del siglo XXI, está siendo traumático, especialmente para las redacciones de los periódicos locales. Es aquí, en el ámbito de lo cercano, donde la expresión de esta transición hacia lo digital, hacia la conversación de tú a tú con la audiencia lectora, afronta su punto más delicado. Los grandes grupos regionales son conscientes del reto y están haciendo los deberes –más vale tarde que nunca- para que 2017 traiga muchos titulares táctiles.