…TT, de #FF, de RT editados, de ‘cc’ o de otros recursos ‘artesanos’ utilizados cuando la plataforma de los 140 caracteres no había dado el salto hacia su automatización o, mejor, dicho, la de sus usuarios. Este post barniza alguna de las consecuencias de los cambios protagonizados por la red social de la inmediatez.
La evolución del pajarito discurre más por los caminos de la despersonalización y de la lejanía, consecuencia de la masificación o de la plasmación a modo de copia/pega de la representación real de la sociedad (y de sus tics), con sus famosos, sus voces cantantes, sus empresas, sus políticos,… y toda la maquinaria oficial que compone el día a día. Los protagonistas son los mismos que -antes de que existieran las redes sociales tal y como las entendemos hoy- nunca atendieron directamente peticiones de ‘sus públicos’, ni respondieron a llamadas anónimas que no fueran las de los focos, o que no entendieron la relación entre una mayúscula y una minúscula.
Precisamente, Twitter consiguió romper la baraja los primeros años –cuando, por ejemplo, un lector podía conversar de forma fluida con su escritor admirado o un militante con su líder político o espiritual- hasta que se instaló en su seno la sociedad tal y como la conocemos, con las normas de un juego heredado de la tradición offline. Una evolución hacia el ruido y más ruido que filtrar por quienes siguen en Twitter (aterriza en paralelo la nueva moda que apuesta por no estar conectado a ninguna plataforma para ser más chic), TL más complicados de definir, y biografías fotocopiadas de difícil asimilación por los perfiles más innovadores.
Episodios como la adquisición masiva de followers para lograr la hipotética proyección de «soy mejor que mi rival» político, económico, periodístico o futbolístico por el insignificante aspecto que concede una cifra; el ejemplo que estas formas de proceder proyecta a la sociedad más tierna, la de los adolescentes que lucen en clase de un número tan abultado de seguidores como el de las monedas que les habrá costado conseguirlos para ser el ‘más popular del instituto’; o la cada vez más insolente unidireccionalidad de los mensajes compartidos por los más grandes y los más pequeños, consiguen difuminar las características de la partida de nacimiento de Twitter.
Con todo, es necesario comprender que nada permanece estable y que esta red social también evoluciona a golpe de retrovisor, para asemejarse a las plataformas rivales, para ganar dinero, para seguir. Lo hace con el coste de deshumanizarse, de alcanzar una mayor penetración en la sociedad, de convertirse en sostén de campañas publicitarias de gran recorrido, de ser el paciente más rápido en informar de los hechos que acontecen desde el lado cada vez más oficialista –los rincones donde ocurren cosas distintas a las marcadas en la agenda cada vez se diluyen más, exigen más capacidad de filtrado, de búsqueda, de rastreo por parte de los perfiles interesados en conocer qué sigue ocurriendo, por ejemplo, en Haití, Sierra Leona o en Fukushima-, de abultar, en definitiva, su número global de usuarios.
Pero esa progresión de cifras récord de usuarios presenta la misma inflación de calidad que significa la apuesta de los internautas mencionados por las bolsas de zombis o de followers comprados al peso. Algo que, quizás, pueda ser el lastre que consolide el aburrimiento de la masa a medio plazo.