A punto de finalizar el plazo para que los equipos de fútbol cierren los fichajes del mercado de verano, el más sonado de la temporada ha sido, por encima del de Neymar o Mbappé, el de Instagram. La red social que nació como aplicación para amantes de la fotografía se ha convertido en un escaparate para el rumor, los dimes y los diretes que la prensa deportiva eleva a la categoría de titular de portada en ediciones digitales interminables, actualizadas a golpe de foto del futbolista de turno, reconvertida por las cabeceras en elemento con el que especular durante la sequía informativa o ante el silencio de la oficialidad que emana de los clubes.
Así, periodistas deportivos, medios de comunicación y futbolistas protagonizan bajo la plataforma propiedad de Facebook, una suerte de baile seudoinformativo que los terceros aprovechan para renegociar al alza sus contratos, jugar al gato y al ratón con los informadores y, por qué no, divertirse gracias a la repercusión que obtienen por el mero hecho de hacerlo. Atrás quedó el telefonazo del periodista bien contactado a una fuente solvente para confirmar o desmentir un fichaje; más lejos todavía el papel del reportero deportivo que vagaba por sitios vacacionales para entrevistar y recoger impresiones del futbolista que proyectaba titulares relacionados con su futuro; incluso la libertad del jugador para atender las peticiones de los medios. Los mismos que, ante el blindaje de unas cada vez más configuradas como grandes empresas de compra-venta de derechos como son los equipos, especialmente los más grandes, recurren al reducto libertario que les brindan las redes sociales para trastear con la información que publican.
Porque los medios de comunicación cuando tratan de contactar con estas grandes corporaciones que son los clubes hoy en día, rara vez pueden huir de un 902, de ruedas de prensa enlatadas a cuentagotas por los derechos y las normas que impone la otra gran corporación que es la competición liguera con todas sus marcas y obligaciones, de normas que los propios clubes dictan a sus plantillas para no realizar declaraciones sin el parapeto publicitario o el convenio de turno, o de basar su posición natural ante un partido en un comunicado oficial con no más de 100 palabras.
Un tablero de juego complejo en el que cada vez se despersonaliza más el papel del periodista, se banaliza la misión informativa y de servicio público de los propios medios, se frivoliza con la actualidad a partir de fotografías de amigos que juegan una timba de verano en casa del descartado por un club, y se lleva a la repercusión de tertulia fácil en el que los desinformados de todo el ciclo lanzan vaticionios sobre el futuro o el presente de los clubes a propósito de la interpretación que proyectan de esas fotografías.
Un colorín colorado que corrompe a la vez la misión comunitaria de las propias redes sociales, especialmente de Instagram, una plataforma basada de partida en la horizontalidad que brinda la filosofía de convivencia de los usuarios en las redes sociales. La misma con la que, desde el origen de los blogs, se persigue mediante la aportación de contenidos originales, especializados, novedosos o curiosos; y con la inclusión de comentarios enriquecedores que terminan por crear una comunidad en torno a una firma o estilo.
¿Será una amenaza para la preexistencia de la espontaneidad y credibilidad de esta plataforma la consolidación del ruido del colorín iger? ¿Acaso no es un síntoma de que la sociedad ya está en Instagram con la misma virulencia con la que la sociedad estuvo en Twitter hasta emborronar las señas de identidad de su esencia?