Han pasado siete años desde que el ‘pásalo’ se convirtió en la palabra más revolucionaria de comienzos de siglo en España al cobijo de la telefonía móvil. Ese vocablo de seis caracteres demostró su eficacia movilizadora coincidiendo con los atentados del 11-M en Madrid y con la guerra de Irak. Seis caracteres que circularon vía SMS de teléfono en teléfono con mensajes de rechazo a la mentira, a la guerra o a determinadas ideas políticas.
Siete años han transcurrido y, durante ese tiempo, las redes sociales (en internet) han nacido, han crecido, se han reproducido y han sido capaces de multiplicar la vida de las personas, de debatir de forma paralela el sentido oficial de los acontecimientos contados a través de los cauces tradicionales, de asistir en directo a ruedas de prensa o a eventos planetarios sin la necesidad de estar físicamente, de convertir en noticia lo que antes eran anécdotas o breves en las páginas de los periódicos, de crear una sociedad digital informada, retroalimentada y, ahora, indignada.
Hace poco hablábamos de que la sociedad ya estaba en Twitter, de que la red de microblogging había conseguido aglutinar las aristas sociales en todas sus manifestaciones, desde el famoso hasta el anónimo, desde el periodista radiofónico a su oyente, desde el deportista a su fan número uno, desde el profesor a su alumno, desde el profesional de la comunicación a nuevas fuentes informativas. Relaciones sociales compartidas en posts de 140 caracteres convertidos en registros de acontecimientos distintos, en enfoques inmediatos del acontecer, en la versión ‘b’ de los hechos oficiales o en la conversación más animada en torno a programas de televisión o de eventos deportivos. Twitter ha abierto las miras a golpe de hashtag, las de quienes observaban en silencio, desde el individualismo, las cosas con las que estaban de acuerdo y las que no.
La última huelga general en España quedó fuera de foco porque apelaba a un sentido más que tradicional de concebir la protesta. La gente estaba indignada o preocupada por su situación laboral o por sus circunstancias personales, pero no todos estaban afiliados a un sindicato ni encontraban el sentido a coger una bandera para salir a la calle a protestar. Eso no significa que el desasosiego acumulado por la crisis no existiera, ni que las personas en paro no tuvieran motivos para alzar la voz, ni que los periodistas despedidos de sus puestos de trabajo no quisieran contarlo, ni que los trabajadores de Telefónica o de PC City puestos de patitas en la calle no quisieran mostrar su contrariedad, ni que los emprendedores no tuvieran quejas de su lucha en solitario, ni que los investigadores lamentaran no tener recursos para llevar adelante su tarea… Pero el canal no era el adecuado.
Parece ser que ya han encontrado la forma de compartir su individualismo feroz y de hacerlo efectivo en la denominada ‘Spanish Revolution’, ‘Acampada Sol’ o la ‘Revolución del 15M’. Nadie sabe qué proyección alcanzará, ni los políticos intuyen cómo abordar un hito tan inesperado e insólito, ni siquiera los medios de comunicación manejan cómo adaptar sus líneas editoriales a dicha movilización.
Lo que sí queda claro es que la realidad social, a partir de su proyección en el ámbito digital, adquiere una nueva configuración más crítica, más informada, menos mostrenca y más inteligente que aconseja readaptar los modelos de discursos procedentes de los ámbitos públicos, tanto desde el institucional, como del político y de los medios de comunicación.
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