Un hecho insólito en mi (breve) trayectoria profesional aconteció hace apenas unos días. Preparaba un artículo acerca de una particular tradición cultural, así que traté de ponerme en contacto con asociaciones que trabajan por su preservación. Era una de esas semanas en las que la agenda se había confabulado en mi contra, de manera que realicé las correspondientes gestiones a última hora – los periodistas cultivamos el arte de vivir al límite –. Por eso mismo, contaba con alguna negativa de antemano: cerrar una entrevista de un día para otro a veces es físicamente imposible, ya que el resto de la humanidad también tiene su propia agenda.
Cuál fue mi sorpresa cuando obtuve dos respuestas poco después de lanzar mi oferta: una afirmativa – gracias a lo cual pude sacar el tema adelante – y otra con una ambigua denegación: decían estar “encantados” de atenderme siempre que garantizase que el contenido y las fotografías fuesen “respetuosos con la tradición” – hasta aquí todo bien –, de manera que se prestaban a leer mi reportaje y asesorarme – “Can you repeat, please?”, pensé –. Creí entender bien que se trataba de una mera revisión del escrito sin ánimo alguno de responder una pregunta, pero de todos modos me decidí a llamar para confirmarlo. Sí, quería desplegar mis dotes de persuasión…
Y no sólo me di cuenta de que no tengo tantas como creo – reconozco que esto representó un duro golpe para mi ego –, sino que también hay mucha gente resentida con el periodismo. Me explico: el señor en cuestión afirmaba estar cansado de leer información errónea sobre el asunto en cuestión, ya que en su opinión los periodistas tendemos a usar términos inapropiados para el caso. Esto, en resumidas cuentas, claro. Porque en la realidad todo ello cayó sobre mí en forma de intenso sermón telefónico, el cual tuvo ‘momentazos’ como éste – y cito textualmente –:
– Me hace mucha gracia cuando decís que os estáis documentando. A ver, ¿en qué se está basando usted?
– Bueno, justamente estoy llamando a instituciones como la que usted trabaja para obtener información de la mano de profesionales, lo cual me está negando.
La conversación terminó poco después – prometo que fue en un tono muy educado por ambas partes – y acto seguido me vino a la cabeza la reflexión que hoy quiero compartir con vosotros: obviamente, toda persona tiene el derecho a decidir si quiere ser o no ser entrevistada – eso se da por descontado: los periodistas proponemos, no imponemos –, pero considero que los argumentos de este caballero no se sostenían. Básicamente, porque como fuente de información tenía el poder de cambiar esa dinámica que denunciaba.
Como en todo, hay periodistas mejores y peores. Y, como todos, los periodistas tenemos días buenos y malos. No obstante, me atrevo a afirmar que gran parte de mis compañeros de profesión tratan siempre de abordar los asuntos con la mayor diligencia posible. Y sí, habéis leído bien: aunque la mala información abunda, me gusta pensar que los plumillas del ‘lado oscuro’ son minoría. Siento que a veces las experiencias no sean positivas, pero cuando se dice “no” a un periodista se puede estar perdiendo la oportunidad de repartir veracidad o, en todo caso, de proporcionar otra perspectiva a la sociedad.
Con todo, llamadme interesada si queréis, pero os pido que penséis dos veces antes de darle calabazas a un periodista.
PD: Para aquellos que aún guarden reticencias añado que si se publica algo incorrecto, el entrevistado tiene los derechos de réplica y rectificación.
PPD: Las revisiones de los artículos que frecuentemente nos piden a los periodistas tienen una entrada pendiente. “Cuando los periodistas dan calabazas” podría ser un buen título.